Ni todo el verde es igual, ni el mar bate de la misma forma, ni suenan similares los pasos por el bosque; ni siquiera el clima dibuja el mismo paisaje en Asturias.
El Occidente es color plata, que tal parecen algunos tejados de pizarra cuando llueve; tierras llenas de historia donde los romanos dejaron su huella buscando oro y ocupando los castros de los primeros pobladores. El Occidente es fuego y hierro, el golpeteo del mazo en la forja, los cortines en la montaña protegiendo la miel del oso, el vino de las vides astures, cascadas que resuenan en los bosques o esas truchas y salmones que se dejan ver por el Eo.
Fácil es enamorarse de los mares de niebla, de las imponentes brañas vaqueiras, de los reflejos del paisaje en el embalse de La Florida o Pilotuerto o de los pastos altos en los puertos donde los teitos son enseña de una cultura y una forma de vida que se niegan a desaparecer.
Eso, sin olvidar los hórreos con tejado vegetal, o cómo conviven en algunas zonas ya cercanas a Galicia con los cabazos, ambas edificaciones tradicionales donde se guardan el grano y los alimentos en los pueblos, además de en las paneras.
Montaña, sí. Lagos, también. Y rutas para todos los gustos. Y también mar. Mucho mar y mucha playa seductora.
Y entre idas y venidas, pueblinos auténticos con vecinos que también lo son. Amantes de las tradiciones y de los oficios olvidados sobre los que gustan hablar con quienes muestran interés en ellos. Gentes éstas, como en toda Asturias, que conquistan con su sencillez y su simpatía a ese viajero que quiere conocer la tierra que pisa para entenderla y disfrutarla mejor.